Juan Del Jarro, Leyenda Potosina
Era
un pordiosero del que se decía odiaba el baño, el mes de julio y las
riquezas. Por eso, aunque le dieran mucha limosna andaba siempre pobre,
por eso se escondía de toda lluvia bajo cualquier techo y tenía las
costras de mugre pegadas a la piel y esparcidas por la ropa y los
cabellos. Se llamaba Juan, la gente lo apellidaba del Jarro, no por ser
un borrachín de banqueta sino porque sus únicas pertenencias, que
siempre traía a cuestas, eran un sombrero, una estera y un jarro de
terracota.
Como
con la mayoría de los pordioseros, nadie en aquel San Luis Potosí de
mediados del siglo 19 sabía de dónde había llegado Juan del Jarro, quien
parecía haber estado desde siempre dormitando en una banqueta, haciendo
trabajillos en el mercado o pidiendo limosna fuera de los templos para
resolver el hambre del día. Se dice que habitaba el interior de un horno
abandonado.
Juan
tenía dos características que lo diferenciaban de cualquier pordiosero.
La primera es que era un hombre piadoso que repartía sus ganancias
diarias con otros menesterosos. Solía ser él quien más miraba por los
ancianos desamparados, especialmente los ciegos y los locos. En aquella
sociedad del bajío mexicano, los gestos de grandeza se ligaban a las
batallas políticas y militares entre liberales y conservadores. El bajío
mexicano había sido el granero de la Nueva España, la región próspera,
rica, que se había llenado de ganado y de cultivos. Pero eso había sido
el siglo anterior, la potosina era una sociedad dividida por la política
que reinó tras la independencia.
Además,
San Luis Potosí, por estar en la frontera norte del bajío, era una
ciudad amenazada por las bandas de gavilleros que se refugiaban en las
montañas cercanas al desierto. Un pobre compartiendo riqueza no era Juan
de todos los días.
La
otra característica que hacía especial a Juan era su afección por los
dichos y las frases llenas de sentido común, ésas que los viejos
sintetizan para los jóvenes y los niños. Juan solía tener un refrán en
la punta de la lengua, según la ocasión. Tenía una paradoja en la
chistera para cuanta sorpresa depararan los días. Esa astucia cotidiana
hizo que Juan adquiriera fama de listo que contrastaba con su fama de
loco, quien, quitándose prejuicios de clase, compartía con él charla y
mesa, hallaba un conversador ameno que parecía tener la vuelta de tuerca
a toda experiencia humana. ¿Por qué un hombre dotado mentalmente era
pordiosero? Porque odiaba el baño, el mes de julio y las riquezas.
La
fama de Juan del Jarro se solidificó con los años: era un loco
iluminado, era un listo muy loco, lo cierto es que era amigo de todos y
aceptaba convites a mesas suntuosas igual que a cocinas humildes. Juan
se daba a querer. La gente lo quiso. Su fama pronto tomó un tinte
sobrenatural. Se decía que era adivino. Mucha gente lo creyó (y lo
cree), muchos otros hablaron y hablan de charlatanería.
Se
cuenta que una señorita de casa decente quiso hacer mofa de Juan cuando
lo vio pasar por la plaza central. La dama en cuestión estaba
convencida de que Juan del Jarro no era más que un charlatán que
embaucaba incrédulos para enriquecerse. Al verlo pasar le dijo:
“Dime, adivinador, ¿cómo se llamará el que ha de ser mi esposo?”
“Te casarás, pero no con el padre del niño que llevas en el vientre” –contestó el pordiosero.
Poco
después la señorita decente abandonó la ciudad porque la familia
descubrió que Juan tenía razón. La leyenda creció, se decía que Juan
podía saber el futuro porque lo escuchaba en su jarro de terracota.
El
día que Juan murió, San Luis Potosí rindió un homenaje fastuoso al más
pobre de sus ilustres. Por un día se olvidaron las clases. Se cantó, se
deseó descanso eterno a don Juan, sobre todo se reconoció que la
generosidad no tiene clase.
NOTA:
Cada 2 de noviembre, en el panteón de El Saucito, en San Luis Potosí,
la gente (no poca) se acerca a una lápida con la inscripción: Juan de
Dios. La tumba se llena de presentes y recuerdos, de milagros pintados
en agradecimiento a lo ya concedido o de petición de ayuda para lo que
se ansía.
La
tumba es la de Juan del Jarro, ése que nadie sabe cómo llegó a esa
ciudad en crisis. La leyenda cuenta que hay una secta que busca su
jarro, dentro, dicen, se escucha el mar y un inquietante ruido de
cascabeles. El jarro tiene la habilidad de conceder deseos, dicen los
creyentes.
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